Haití: las comisiones de la vergüenza

Técnicamente una comisión es el cobro de un servicio, pero en la práctica, y con mayor frecuencia que la deseada, al que paga le resulta harto difícil entender qué beneficio está obteniendo de la parte que se está embolsando sus cuartos. Que un vendedor o agente cobre a porcentaje en virtud de lo que haga ganar a su empresa o representado tiene su lógica, aunque a veces se manejen cifras ciertamente irracionales. Con los bancos es más complejo; y lo es expresamente para ganancia de los pescadores en el río revuelto de las transacciones.

Es depravado que lo de Haití sea una catástrofe para todos -los que la padecen y los que se solidarizan con ellos-, menos para las entidades bancarias. Para ellas es un negocio. Uno más, tan lucrativo como execrable, la excusa perfecta para seguir soplando ahorros al ciudadano a costa de su buena fe y generosidad. Ya hemos asumido la gran lacra de la cooperación internacional: que buena parte de lo que se entrega aquí no llega allí pues “se extravía” por el camino o se ve mermado por los ineludibles sobornos. Pero mientras en Puerto Príncipe se trabaja a destajo para ayudar a las víctimas, en nuestro país se produce otra alerta: la de asociaciones que denuncian, una vez más, que las entidades bancarias cobran altas comisiones a quienes donan su dinero para ayudar a paliar la tragedia.

Resulta que, además de pagar comisiones por cobrar o ingresar cheques, por mantenimiento de la tarjeta (vale más el collar que el perro), por pagar (sí, por pagar una deuda te cargan comisión) y un largo etcétera de cobros arbitrarios que nos supone al año entre 150 y 500 euros por la patilla, los bancos nos cobran también por ser humanitarios. “Alegan” que sus sistemas informáticos no saben discriminar si la transferencia es normal o un donativo. Detectan, eso sí, cifras determinadas o vencimientos por minutos (para cobrar las correspondientes comisiones), pero el parámetro de la solidaridad no ha sido introducido en la programación. Las computadoras no tienen alma y parece confirmarse que los banqueros tampoco. Sus opulentas conciencias bien merecieran ser sacudidas por un seísmo emocional de 10 grados en la escala de Ritchter… o de quien corresponda.

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